Tanta gente
para extrañar a quien se fue, ayer fue un domingo literal de “familia”, fue una
experiencia casi mágica con muchos matices de trágico, como una buena obra de Sófocles.
Mi familia, entiéndase casi el concepto de el Padrino, es un clan de individuos
que están convencidos que la sangre llama, y que debemos estar unidos por lo
menos para que no cantinees a una chavita que termina siendo la hija del Tío
Armando. Reunión a las 13:00 horas,
14:32 en el sofá de mi casa me debatía entre el voy o el prospecto de una buena
película en casa frente a 2 hermosas tazas de café de Huehuetenango y el
saludar a casi 200 personas que tengo más de 10 años de no ver. Gano la
curiosidad, de ver cuánto hemos cambiado, lo que no estaba preparada fue para
la oleada que me invadió. Después de un recorrido sempiterno en todas las
mesas, fui saludada por mi Tía Abuela favorita, tiene nombre de país:
Argentina, pero ella es como un país, recibe a todas las almas descarriadas o
perdidas que encuentran en su casa paz, eso encontraba allí instantes de
absoluta quietud, canarios en sus jaulas que chirriaban los engranajes casi
oxidados de mi concepto de hogar, me iba a verla cuando era adolescente solo
para que me abrazará muy fuerte y me sentara en su comedor de arriba a
platicar, ella sabía que estaba huyendo y fue una dama siempre en no
preguntarme de que, aun que era casi obvio.
Luego
pasaron, mas primos, tíos, sobrinas, sobrinos, primos en tercero, cuarto o
quinto grado de consanguinidad, pero algo todavía nos unía de ADN; todos ya
presentados pasaron a contar anécdotas de las cosas de nuestra infancia y tuve
un momento dicotómico: ¿paso /nopaso? Mi
instinto de preservación impero en mi vocación de relator, no quería pasar a
contar las veces que no estuvieron allí, o que no mencionaron a los hombres que
me hicieron, tanto el biológico, como el que unió las piezas de mi cabeza después
de los golpes, ambos importantes pero no están aquí. Entre cada uno de los
pliegues de la garganta se me quedo atorado extrañar, cada ínfimo milímetro de
ser que era esa persona que no conocí: mi padre. Hasta escribirlo es todo un
acto de heroica estupidez, porque no existe nadie que te pueda hacer más daño
que saber que no puedes arreglar algo con alguien que no está.
Oigo anécdotas
que hilvano en un cuaderno para formar su figura, los amigos, las amantes, los
amores, los otros, hasta mis propios hermanos y ese calidoscopio solo refleja
trozos rotos de alguien que no conozco, alguien que no me amo así. Ya casi no
tengo secuelas, mas por decisión que convicción, pero ayer fue abrir la
compuerta de algunas cosas que no debía recordar. No importa lo que Jung intente decirme, o lo
que cualquier archivista de logros quiera convencerme, simplemente no encuentro
la palabra precisa que lo perdone. Se me
acumulan las capas de prístinas memorias, sin contar las que confundo por las que
invente, amor que nunca me tuvo, espacio que no me dio, los golpes, esos que todavía
me duelen, insultos, palabras y culpas, su egoísmo en pasarme sus culpas, sus
decisiones e incoherencias, nunca lo he odiado porque de alguna forma es
odiarme, no solo llevo su sangre, genes, boca y talento, sino que también sus
demonios. Historia se escribe con H de hilván,
y no lo puedo hacer no puedo hilvanar los eventos que terminen de tejer las
transparencias y reflejos que arma la luz del calidoscopio, bueno y malo siempre nos conviven, no me queda más recurso
que la memoria para perfilarlo. Una noche después de discutir, pegarme y mandarme a la cama, me levanto, eran las
cuatro de la mañana creo, “no me gusta regañarte o discutir contigo” –me dijo.
No me acurdo de nada más, y quisiera. Quisiera que mis memorias coincidieran
con lo que se dice, que mi idea de su imagen fuese la que recuerdan otros, que
recordarlo fuese más un paseo y no esta crucifixión.